El vacío inherente
- jimena martinez
- 10 abr
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 30 jun
¿Por qué no somos felices si lo tenemos todo?
En la actualidad, nos encontramos en un estado de bienestar como nunca antes en la historia. Lo tenemos todo. O eso parece. Entonces, ¿por qué no somos felices? ¿Por qué, a pesar de nuestros avances, los índices de depresión, ansiedad y suicidio no dejan de crecer?

Como plantea la pirámide de Maslow, cuando dejamos de luchar por la supervivencia —cuando tenemos cubiertas necesidades como alimento, refugio y seguridad— comenzamos a preguntarnos por otras cosas: el sentido, la dirección, el “para qué”.
Viktor Frankl decía que la vida cobra sentido cuando nos fijamos metas, cuando encontramos un propósito por el cual vivir. Pero eso nos lleva a una pregunta inquietante: ¿acaso la vida, en sí misma, no tiene ya suficiente sentido? ¿Por qué sentimos que necesitamos añadirle algo, buscar fuera lo que aparentemente no encontramos dentro?
Las metas y los objetivos muchas veces funcionan como zanahorias que colgamos delante de nosotros mismos. Corremos tras ellas con entusiasmo, con esperanza, incluso con desesperación. Y cuando por fin las alcanzamos… ¿qué sucede? Un breve momento de euforia, seguido por un vacío silencioso. Entonces, casi sin darnos cuenta, buscamos otra meta, otra causa, otra razón para seguir avanzando. Y así, una tras otra.
¿Qué significa esto? ¿Estamos condenados a pasarnos la vida entera persiguiendo algo que siempre se nos escapa?
Tal vez sí. Tal vez no. Pero lo cierto es que aquí se revela una gran paradoja del ser humano: nacemos con un vacío interior. A diferencia de los demás animales —que nacen, crecen, se reproducen y mueren— nosotros no nos conformamos con eso. Lo biológico no nos basta. Vivir, simplemente, no es suficiente. Es como si estuviéramos hechos para algo más. Como si dentro de nosotros habitara una huella, una llamada, una inquietud que nos empuja más allá de la mera supervivencia.
Vivimos en una sociedad que nos ofrece incontables formas de llenar ese vacío: el consumismo nos mantiene en constante anhelo de un objeto que promete la felicidad… hasta que lo obtenemos y el deseo se disuelve. También están las adicciones: drogas, sexo, pantallas, comida… todo aquello que promete alivio inmediato y olvido fugaz.
Aquí se puede recuperar una idea del filósofo Friedrich Nietzsche, inspirada en el pensamiento mítico: el mito del eterno retorno. Imagina —dice él— que todo lo que vives, cada emoción, cada gesto, cada instante, habrá de repetirse eternamente, una y otra vez, sin fin. ¿Aceptarías vivir tu vida tal como es, sin necesidad de cambiarla ni justificarla con una meta futura?
En esa aceptación radical de lo que es se esconde, quizá, una forma profunda de sentido. No en llegar a un punto final, sino en asumir con plenitud lo que ya está siendo. En reconciliarnos con este momento. Con esta respiración. Con este estar aquí, ahora, sin necesidad de huir.
Este vacío no es una falla. Es inherente al yo, al ego, al núcleo mismo de la conciencia. Está presente desde la primera célula viva, desde ese impulso misterioso que la empujó no solo a reproducirse, sino a evolucionar. Podemos describir el proceso evolutivo, sí. Pero aún no hemos respondido del todo: ¿qué fuerza impulsa a la vida a crecer, a complejizarse, a expandirse? ¿De dónde viene ese impulso?
Quizás ese vacío sea una pista. Una señal de que venimos de algo más grande. Porque si no tuviéramos sed, no habría agua. Si no tuviéramos hambre, no existiría el alimento. ¿Por qué andaríamos buscando algo que no existe?
Lo que sí sabemos es que somos animales. Animales racionales, sí, pero animales al fin. Y como tales, formamos parte de la naturaleza, del universo. No es que estemos en el universo: somos el universo. Por lo tanto:
Somos el universo tratando de mirarse al espejo.
Es una frase simple, y sin embargo encierra una intuición abismal. No somos espectadores de lo que ocurre allá afuera: somos parte del tejido mismo de la realidad, hechos de la misma materia que las estrellas, los árboles, las galaxias. Todo lo que somos —cada célula, cada átomo, cada pensamiento— ha surgido de este cosmos.
Y sin embargo, hay algo en nosotros que observa, que se pregunta, que busca sentido. Algo que se interroga sobre su origen, su destino, su razón de ser. En nosotros, el universo ha dado un paso más: ha desarrollado conciencia, se ha vuelto capaz de reflexionar sobre sí mismo.
Cuando nos miramos al espejo, lo hacemos con ojos humanos. Pero en ese acto hay algo más profundo ocurriendo: el universo se contempla a sí mismo a través de nuestra mirada. Lo que sentimos como una búsqueda personal —ese impulso por comprendernos, por ir más allá de lo aparente— es, en realidad, el propio universo en movimiento, intentando reconocerse.
Quizá por eso sentimos ese vacío, esa inquietud, esa sed insaciable de algo más: porque somos conciencia fragmentada buscando volver a una totalidad que intuimos, aunque no podamos nombrarla del todo.
Nuestra conciencia, nuestras preguntas, nuestros miedos y anhelos, son el eco de algo mayor que se expresa a través de nosotros. Y quizás tenga sentido que así sea, porque esos mismos impulsos fundamentales ya aparecen en los relatos míticos más antiguos: Eros como fuerza que todo lo mueve, Psique en busca de su destino, Inanna descendiendo al inframundo, el alma que en el hinduismo busca fundirse con el Uno. La mitología parece hablarnos desde siempre de lo mismo: del deseo profundo de reencontrarnos con lo que somos.
Somos el universo tratando de mirarse al espejo… y el reflejo no siempre es claro. A veces está nublado por el ego, por el miedo, por el deseo. Pero incluso esas distorsiones son parte del proceso. El acto de mirar ya es significativo. Ya es, en sí, un gesto de trascendencia.
Y tal vez, solo tal vez, nuestra tarea no sea descifrar todos los misterios, sino aprender a habitar la pregunta. A permanecer ante el espejo sin huir, sin romperlo, sin exigirle certezas. Dejar que nos devuelva, sin filtros, lo que realmente somos: conciencia hecha de materia, polvo de estrellas con memoria, vacío con voz propia, fragmento del todo que, al mirarse, intuye que nunca ha estado separado.



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