De cuando en cuando
- jimena martinez
- 25 sept
- 3 Min. de lectura
Soñamos con el día en que seremos independientes, con la boda, con los hijos, con el aumento de suelo (o directamente con la jubilación)… como si ahí nos esperara, mágicamente, la vida que no nos atrevimos a vivir antes. Y así vamos acumulando “cuando” que nos roban la vida, despojándonos de lo único que tenemos: el presente.

Hoy me dejé arrastrar por uno de esos “cuando”: me sorprendí imaginando escenarios futuros —cómo sería, con quién estaría, en qué lugar, qué haría—, como si pudiera predecir y anticipar lo que aún no existe, hasta que sentí una tristeza honda. Porque al cumplirse ese anhelo también llegarán otras verdades inevitables —seré más mayor, mis padres también envejecerán, algunas cosas habrán desaparecido para siempre— y entonces me golpeó la inutilidad de esperar. Vivir aguardando el futuro es dejar que el tiempo se nos escape entre los dedos como arena fina.
Es cierto que imaginar escenarios futuros tiene una razón: le da forma a nuestra incertidumbre. La mente necesita construir relatos que la tranquilicen, aunque sean castillos en el aire. Y sin embargo, la paradoja es que sin incertidumbre la vida perdería su misterio. Nos aburriríamos en la perfección absoluta, aunque la anheláramos. Es ese espacio abierto, ese “no saber”, lo que enciende en nosotros el impulso de soñar, de avanzar, de crear.
Pero si me paso la vida esperando, me pierdo de lo que palpita hoy. Y, peor aún, pierdo también la capacidad de maravillarme ante lo que me rodea: el color de una hoja, el aroma del café, la risa inesperada, el sol que acaricia la piel. La espera del futuro me ciega a la belleza del instante. Y cuando ese mañana llegue, tal vez descubra que nunca estuve allí, que fui un espectador ausente de mi propia vida.
Cuando me surgen estas dudas, cuando la mente se agita, lo primero que hago es mirar a la naturaleza. ¿Acaso los árboles no viven cada instante? Ellos se entregan al sol, a la lluvia, al soplo del viento, sin prisa, sin huir hacia un mañana que aún no llega. Permanecen en pie, plenamente, siendo lo que son en cada segundo. En su silencio, los árboles me enseñan lo que tantas veces olvido: que la plenitud no se alcanza corriendo hacia adelante, sino echando raíces en el ahora.
Y entonces recuerdo a Siddhartha. Durante años buscó la verdad en maestros, en doctrinas, en austeridades y placeres. Siempre esperaba que en el próximo paso, en el próximo lugar, hallaría aquello que le faltaba. Pero todo le resultaba incompleto, como si la sabiduría siempre se escondiera un poco más allá. Hasta que un día, exhausto de buscar, se detuvo a orillas de un río. Y fue en el rumor del agua donde comprendió lo que ningún maestro pudo darle: que la vida no se encuentra en otro tiempo ni en otro lugar, sino en el fluir eterno del presente.
El río le mostró que cada gota contiene todas las gotas, que el pasado y el futuro se disuelven en la corriente. Que la existencia no es una línea recta que avanza hacia adelante, sino un círculo infinito que se renueva a cada instante. Allí, en el murmullo del agua, Siddhartha aprendió a acallar la mente. A dejar de forzar respuestas, a abandonar el ansia de llegar. Y en ese silencio profundo, se dio cuenta de que ya lo tenía todo: el latido de la vida que no cesa, el milagro de existir en este instante. La vida estaba ahí para vivirla, para sentirla, para sufrirla y experimentarla, no para tratar de escapar de ella.
Quizá por eso, más que esperar, necesitamos aprender a detenernos: a acallar la corriente desbocada de pensamientos y abrirnos al milagro de estar vivos en este preciso instante. Ahora mismo, mientras lees estas palabras, tus pulmones se expanden y se contraen con una sabiduría silenciosa; tu corazón late sin descanso, impulsando la sangre hacia cada rincón de tu cuerpo; miles de millones de células trabajan en armonía, nutriéndote, reparándote, manteniéndote erguido en la existencia. Todo esto ocurre en ti, sin que tengas que hacer nada, sin que lo pidas. Y mientras, tu mente corre tras futuros imaginarios, olvidando que el mayor prodigio ya está sucediendo dentro de ti: el simple hecho de estar aquí, respirando, vivo.
Porque no existe ni inicio ni final: la vida no es una línea con destino fijo, sino un continuo que se renueva en cada instante. No hay futuro al que llegar, ni pasado al que volver. Solo este ahora, brotando como un manantial inagotable,que nos invita a maravillarnos instante a instante, mientras respiramos.



"Quizá por eso, más que esperar, necesitamos aprender a detenernos"
-Jimena Martínez.