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El baile de la vida: Cuando el sentido nace del desorden

Sentir que tenemos el control de nuestra vida puede ser profundamente tranquilizador… pero también, paradójicamente, limitante. En una época marcada por la incertidumbre, la necesidad de control ha dejado de ser un capricho o una obsesión individual. Se ha convertido en una forma de supervivencia emocional. No es que nos hayamos vuelto más controladores como sociedad. Es que el mundo que nos rodea se ha vuelto más incontrolable. Solo hace falta mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta de que el suelo bajo nuestros pies ya no es firme. Desde la pandemia que alteró nuestras rutinas más elementales hasta guerras que creíamos propias del pasado, el mundo se mueve demasiado rápido. Y lo que ayer parecía estable, hoy puede venirse abajo en cuestión de horas.

En este nuevo paradigma, la sociedad ha perdido certezas. Vivimos en un mundo líquido, como diría Zygmunt Bauman, donde nada permanece del todo, donde el futuro es más una intuición que una promesa. Y eso nos da miedo. Ese miedo se camufla bajo rutinas hipercontroladas, agendas repletas, listas de tareas infinitas. Buscamos comodidad, pero terminamos en rigidez. Una rigidez que nos vuelve frágiles: al mínimo imprevisto, todo se desmorona.

Y entonces, nos refugiamos en el control. Organizamos cada detalle: la comida, el tiempo, el cuerpo, el entorno. Hacemos listas, descargamos apps de productividad, buscamos rutinas que nos devuelvan una mínima sensación de poder. Incluso consumimos contenido que refuerce esa idea de orden posible: los vlogs diarios, por ejemplo, donde la vida se muestra medida, planificada, armónica. Ver a otros ordenar su mundo nos da paz, como si al ver su rutina, pudiéramos ordenar la nuestra.

Pero hay algo inquietante en ese deseo. Un deseo de vida sin caos… y, en el fondo, sin cambio. Y eso me recuerda una escena de Entrevista con el vampiro, de Anne Rice. Louis, convertido en vampiro, reflexiona sobre su existencia: inmortal, sí; poderosa, también. Pero atrapada en una eternidad donde nada cambia, nada evoluciona. Todo está bajo control… y sin embargo, ha perdido el alma.

Porque cuando se elimina el caos, también se elimina lo humano. Cuando todo está calculado, cronometrado, predecible… la vida se vuelve eterna, sí, pero hueca. Porque cuando lo tenemos todo “bajo control”, cuando medimos nuestra vida al milímetro, nos perdemos el factor sorpresa, no dejamos hueco a que esta nos sorprenda. Eliminando el factor de la incertidumbre, del caos, el factor humano, nos volvemos máquinas. Eficientes, sí… pero frías. Automatizadas. Y la vida, en esa rigidez, empieza a perder su esencia.

Recuerdo a una amiga, bailarina profesional, que me decía: "Cuando te profesionalizas tanto, cuando te centras tanto en la técnica, el baile pierde alma. Ya no eres tú bailando. Eres una máquina que ejecuta pasos."

Y con la vida pasa igual. Cuando nos cerramos tanto al control, lo que realmente estamos evitando es mirar a los ojos de la vida. Porque, a veces, controlar no es más que una distracción del miedo a lo esencial. A lo que realmente importa. Y quizás, la vida va justamente de eso: de soltar un poco, de entregarse al movimiento, de perder la forma para encontrar el fondo.

La búsqueda del control absoluto puede parecer una solución. Pero, a menudo, es una negación del misterio, del dolor, del deseo, de la transformación propia de la vida. Es como querer congelar la vida para que no duela. Pero en ese congelamiento, también se pierden la belleza, la sorpresa y el sentido. Es ir contra la esencia misma de la existencia.

Sí, el control tiene su lugar: nos calma, nos estructura, nos ayuda a sostenernos. Pero si nos aferramos demasiado, si le damos las llaves de todo… dejamos de bailar con la vida, y empezamos a repetirla como una coreografía vacía.

Desde los mitos más antiguos se nos recuerda que el caos no es el enemigo.

En la cosmogonía griega, del Caos,ese vacío fértil, sin forma ni dirección,surgió Gea, la Tierra, la estabilidad, el cuerpo.

No hay creación sin desorden, ni forma sin fondo incierto.

Somos hijos de ambos: del caos primigenio y de la tierra que le dio forma. Mitad raíz, mitad misterio. Y quizás, vivir sea precisamente eso: aprender a habitar esa tensión. No negar el caos, sino entregarse a  bailar con él.

Porque el caos no siempre destruye; a veces, desarma lo que ya no sirve, abre fisuras por donde puede entrar la luz. Es el germen de toda posibilidad, el espacio donde la forma aún no ha elegido qué ser.

Bailar con el caos es aceptar que la  existencia no es una línea recta ni un destino escrito, sino un proceso que se revela en el movimiento.

Es reconocer que lo incierto no es lo opuesto al sentido, sino su condición. Y que solo quien se atreve a perder el equilibrio puede encontrar una nueva forma de caminar.

-Jimena Martínez Romero



 
 
 

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